sábado, 12 de mayo de 2012

La lluvia como emoción


           La semana pasada llovió copiosamente y llevamos ya unos días terribles con este viento seco de levante. Mirándolo desde dentro de mí misma  -que, dicho sea de paso, es el único mirador desde el que puedo acercarme a las cosas-  la lluvia debería pertenecer a la categoría de las emociones.  Me refiero a que, para una persona urbana y sedentaria como yo, lo esencial de la lluvia no es tanto su naturaleza física, ni sus contingencias peculiares  -como los pequeños cambios domésticos a los que ésta obliga: el método para secar la ropa, pongo por caso, o la evitación de un paseo-  sino el clima anímico concreto que provoca y del que se resiente ya cualquier actividad o pensamiento de ese día. Al fin y al cabo, la lluvia impone un color y una melodía de fondo a las imágenes, una película de corte intimista a la que también le corresponden unos olores determinados.

     Si me paro a intentar definir la emoción de la lluvia, desde luego tengo que admitir que se me hace difícil porque la lluvia es una emoción compleja, bastante más compleja que la mayoría de las que conocemos: la lluvia se compone de muchas percepciones y es, a la vez, de una peculiaridad única; y si la inclusión de la lluvia en la categoría de las emociones no ha sido nunca tenida en cuenta ha sido probablemente porque, de todas las categorías semánticas, la de las emociones es la que más sufre de los estereotipos y las simplificaciones. No hay más que ver la simplificación tan aberrante que suele hacerse de otra emoción  igualmente compleja: la emoción del amor. 

¿No me creen? Veamos: Contra lo que está comúnmente aceptado, el clima anímico de la lluvia no es exactamente el de la melancolía, aunque la contiene; tampoco se puede identificar la lluvia simplemente con la tranquilidad, aunque templa los nervios, ni tampoco con algo más complejo como la fertilidad fresca; pero hay, además, en la lluvia otro matiz importante como conmoción somática y éste es  la agudización de los sentidos –el oído y el olfato se vuelven especialmente relevantes-; la emoción de la lluvia comprende algo así como un estado de  sensibilización consciente, una lucidez de las sensaciones -no sé si me explico- que vienen acompañados de tranquilidad y de melancolía y de esperanza fértil.

Ya estoy viendo venir que algunos me dirán: la lluvia provoca la emoción, pero no lo es. Pues sí, pero ¿cómo podemos llamar a ese cúmulo de matices emocionales tan amplio y constante que provoca la lluvia?, creo que ese cúmulo de matices tiene ya entidad de emoción compleja y ¿qué nombre debemos darle? ¿“melancolía-tranquilidad-fertilidad-frescura-lucidezolfativa-lucidezauditiva”? Yo propongo llamarle “lluvia”  y así abreviamos.

   Creo que ahora estarán de acuerdo conmigo en que en un diccionario ideológico o en una enciclopedia temática, la lluvia tiene más motivos para aparecer en el campo de las emociones que en el de los fenómenos meteorológicos. Razones no faltan.


Óleo de Terry Miura




4 comentarios:

Jesús dijo...

Quizá ayude a entender tu reflexión esto que apuntó Francisco Umbral en su Diario político y sentimental “quizá el tiempo de los filósofos no sea otro que el tiempo de los meteorólogos. El clima me parece la epifanía del tiempo metafísico”.
Un abrazo.

Inmaculada Moreno dijo...

Muy bueno, Suso. Es verdad, Umbral lo vio de manera parecida. ¡Qué honor! ¿Qué te parece si lo resumimos en un lema? ¡A la metafísica por la meteorología! Jajajaja

Jesús dijo...

Todo es siempre más, ¿verdad?

Inmaculada Moreno dijo...

Tienes razón.